Los amantes de Verona: una historia sobre el odio

Cuadro de Francis Bernard Dicksee

Estos últimos años se ha extendido una opinión bastante contundente y excluyente sobre Los amantes de Verona (de Shakespeare). Se ha hablado hasta la saciedad sobre la historia de amor tóxica que encierran las páginas de esta tragedia, sobre cómo recoge con puntos y comas los principios del amor romántico, esos principios que son los mismos que, con sangre, sudor y lágrimas, hemos tratado de deconstruir para sustituir sus máximas de “no hay carpe diem sin ti” por “el amor no lo es todo”, para dejar de normalizar el “me muero si no estás” y desligar la propia felicidad de la pareja. Se ha criticado la corta edad de Julieta, se ha denunciado la edad de Romeo, se le ha reprehendido por olvidar a Rosalina lo que se tarda en expulsar un suspiro, y se ha cuestionado el poco tiempo que ambos necesitaron para caer rendidos (en el sentido más literal de la frase) el uno por el otro.

He visto hasta la saciedad cómo se fruncen mil ceños ante la mera mención de estos amantes de 1597, pero en este artículo me gustaría explicar por qué me enamoré de Romeo y Julieta, además de confesar que sigo estándolo.

Antes de empezar quisiera aclarar una cosa: me parece necesario recalcar que esta es una obra profundamente machista, pero también veo necesario resaltar junto a ese primer foco informativo, queridos lectores, queridas lectoras, que se hizo en el siglo XVI. Creo erróneo no querer leerla ni apreciarla por la ceguera de unos ojos acostumbrados a un siglo XXI al que, por descontado, aún le queda mucho por avanzar. No defiendo dejar de mirar con ojos críticos estos aspectos porque dicha crítica es necesaria, pero sí defiendo tratar de comprender activamente no solo la obra en sí, sino el contexto, la cultura y la sociedad en la que nació. Para entender una obra, creo, hay que entender mínimamente cuál era el marco histórico en el que se desenvolvió. Olvidar esto es olvidar muchas otras facetas que una obra artística puede aportarle a uno.

Me llama la atención que de Los amantes de Verona lo que para mí siempre había sido lo primordial prácticamente no se tiene en cuenta y se tiende a su olvido. Curioso que el efecto de primacía y recencia con estos cadáveres literarios parezca no haber surtido efecto. Para mí Los amantes de Verona no es una historia de amor, es una historia sobre el odio. Elemento que, literalmente, introduce el romance de Romeo y Julieta.

Sansón.- Cierto, y por eso a las mujeres, seres débiles, las empujan contra la pared. Así que yo haré marchar de la pared a los hombres de Montesco y arrimaré contra ella a las mujeres.

Gregorio.- Pero la discordia es entre nuestros amos y no de nosotros, sus criados.

Sansón.- Da lo mismo; me portaré como un tirano […].

Un odio que no deja de aparecer de manera implícita en ningún momento y que resurge de forma explícita justo antes de que cierren los telones del escenario por última vez.

Príncipe.- La carta ratifica las palabras del venerado fraile, el desarrollo de este amor, la noticia de la muerte; y aquí dice que compró a un humilde boticario un veneno con el cual vino a morir y yacer con Julieta. ¿Dónde están los rivales, Capuleto y Montesco? Ved el castigo a vuestro odio: el cielo halla medios de matar vuestras disputas con el amor, y yo, cerrando los ojos a vuestras discordias, pierdo dos parientes. Todos estamos castigados.

[…]

Capuleto.- Otra tan rica ha de tener Romeo. ¡Pobres víctimas de padres enfrentados con cruel odio!

Príncipe.- Una paz sombría nos trae la mañana: no muestra su rostro el sol dolorido. Salid y hablaremos de nuestras penas. Perdón verán unos; otros, el castigo, pues nunca hubo historia más triste que la que vivieran Julieta y Romeo. (Salen todos.)

Cuando digo que Romeo y Julieta es una obra sobre el odio lo digo porque en realidad es una historia que trata de forma perfecta la construcción identitaria del Yo respecto al Otro, temas relativamente contemporáneos en el plano académico. Es interesante porque en este caso los bandos sí se sostienen mediante lazos sanguíneos, en el siglo XVI la familia continuaba siendo el elemento mínimo (es alrededor del siglo XVIII cuando estos lazos pierden importancia, cobrándola el «Nosotros» como suma de individuos independientes que seguían relacionados por construcciones como el de Nación; paliando así la desvinculación de una nueva sociedad dividida donde el centro de interés residía en el Yo individual, pero que seguía necesitando del resto), pero si cambiásemos este factor y en lugar de divididos por el apellido, fuera por naciones, posturas políticas o religiones la obra en esencia se mantendría intacta.

La doctora en psicología Mabel Inés Falcón explica en un artículo titulado Anotaciones sobre identidad y Otredad, que en la batalla del sujeto por conservar esa construcción que lo identifica -esa construcción del Yo- surge la figura del Otro, el alter, el ajeno, que cuestiona por similitud o por diferencia esa construcción en la cual se apoya. El diferente (el Otro) hace tambalear esa construcción precaria que es la identidad (el Yo) y, por ello, ese se convierte en un enemigo, un contrincante, un rival o un indeseable: según convenga. Esta obra me parece desorbitadamente moderna respecto a los análisis que se pueden hacer sobre ella. La clave que les divide, como decía, sí es sanguínea, pero poniéndonos en el caso hipotético de que no lo fuera (y respetando en dicha hipótesis el alma de la obra) es interesante cómo surge el Otro (los Montesco) para permitir la supervivencia del Yo (los Capuleto). Al no haber argumentos de peso que sustenten su odio mutuo, esa creación ficticia que los separa a unos y otros peligra. Acogiendo el punto de vista de cualquier miembro de cualquiera de las familias, la fórmula quedaría así: no hay un «Nosotros» si no hay un «Ellos», tenemos que asegurar el «Ellos» para cimentar el «Nosotros». Es un odiar por tradición que solo busca la supervivencia y consagrar la diferencia.

Eric Hobsbawm explicaba en un artículo (titulado Identidad) un punto de vital interés: “al problema de cómo dar a todos los miembros que caen dentro de su definición razones convincentes para unirse al grupo en sus conflictos con los «otros». La estrategia óptima para hacerlo es polarizar las relaciones del grupo, de tal forma que todos los miembros del grupo «nosotros» traten a todos los miembros del grupo «ellos» como enemigos peligrosos en potencia, y sientan por tanto una identificación total con «nuestro» grupo como su única protección”. 

Manera exacta de proceder que tenían todos los miembros de nuestras desgraciadas familias veronesas. Se incitan al conflicto, se insultan, se tientan y ofenden para conseguir la batalla física y promover el odio. Para ambas familias es importante el recurso de ese sentimiento destructivo para mantener intacto lo que han configurado como Otredad, asegurando así lo que les permite ser Ellos (Nosotros desde su punto de vista). 

Solo cuando los dos jóvenes se enamoran sin saber de quién se están enamorando, se percatan de lo ridículo que resulta tal rechazo.

Julieta.- Mi único enemigo es tu nombre. Tú eres tú, aunque seas un Montesco. ¿Qué es Montesco? Ni mano, ni pie, ni brazo, ni cara, ni parte del cuerpo. ¡Ah, búscate otro nombre! ¿Qué tiene un nombre? Lo que llamamos rosa sería tan fragante con cualquier otro. Si Romeo no se llamase Romeo, conservaría su propia perfección sin ese nombre. Romeo, quítate el nombre y, a cambio de él, que es parte de ti, ¡tómame a mí toda!

Romeo.- Te cojo la palabra. Llámame amor y de nuevo bautizado: desde hoy nunca más seré Romeo.

Me parece increíblemente interesante el modo en que se muestra cómo se simplifica a una persona a su nombre, su apellido, su nacionalidad, su ideología política o su religión. Totalmente convencidos de que, por ser de un sitio u otro, o creer una cosa u otra, ya no necesitamos profundizar más en el sujeto porque teniendo ese pedazo de información (casi burocrático) ya lo conocemos todo de él. Es más cómoda la simplificación de la persona que la absurda idea de creer que la misma es el resultado de la suma de un millón de vivencias, creencias, conversaciones, ideas o matices. Me fascina cómo se caen los límites del Yo frente al Otro cuando sentimientos benévolos como el interés por conocer, escuchar o compartir se imponen al de humillar, ridiculizar o excluir. Estos últimos como punto de inicio solo pueden llevar a grandes tragedias. No pretendo insinuar siquiera que sea sencillo salir de esos círculos viciosos, ¿es siquiera posible dejar de formar "equipos" de Nosotros y los Otros?, no tengo ni pretendo dar respuestas. La Dra. Falcón también decía que la actitud frente a la Otredad podía ser de rechazo o (como ella lo llamaba) de hospitalidad. 

Para mi Romeo y Julieta es un recordatorio anticipado de que el primer paso para comprender a otros se encuentra en actitudes que busquen construir. Shakespeare, para mí, empleó una historia de amor para tratar de hacernos ver cuál era el punto de partida (probablemente el único) que como humanos nos puede llevar a una convivencia pacífica (que no perfecta ni libre de ciertas disputas). Pareciere que el dramaturgo inglés (pensé la primera vez que leí esta obra) viniese del futuro y de antemano quisiese alertarnos de los terribles estragos que el odio irracional, sin frenos ni límites de por medio, acaba trayendo consigo: sangre, tumbas y cementerios.

Por María B. Lario