"El futuro se presentaba mejor ayer''



La luz que se apaga, de Ivan Krastev y Stephen Holmes, lleva un subtítulo: Cómo Occidente ganó la Guerra Fría pero perdió la paz. Un ensayo brillante, que es también un interesantísimo recorrido desde los países de Centroeuropa y Europa del Este en la recién terminada Guerra Fría y que ahora viven un auge del populismo, hasta el presente de China, Rusia y Estados Unidos. El título de este artículo es de sus páginas.

1989. “Cae” el muro de Berlín. Son imágenes que llevamos años viendo, cargadas de celebración. Más de uno dirá “ojalá haber presenciado aquello” al verlas; una parte de mí hubiera deseado contar aquello como periodista, consciente de estar viviendo historia. También aquellos ciudadanos eran conscientes de ello, y muchos vivirían con emoción un principio: el de la era del liberalismo, de la democracia capitalista. Para otros, socialistas, el inicio no sería exactamente ese, sino el de, simplemente, una unión entre los dos Berlines. De cualquier manera, un principio, una ilusión.

Simone Barrientos, ciudadana de la RDA y militante actual del Die Linke, partido socialista alemán, contaba para DW en español que ella había vivido aquello como “la posibilidad para reunir los dos sistemas. Pero eso no pasó, y hay gente que perdió su razón de vida, su historia, su país, de un día a otro”. Las consecuencias vendrían más tarde; sin embargo, había aquel día una esperanza y alegría mayoritarias. A la caída del Muro le habían precedido protestas en el este: querían democracia. O, al menos, “normalidad”. Y es que, dejando ya atrás el caso concreto de la unificación de Alemania, Occidente no era solo una utopía para los habitantes de Centroeuropa y de Europa del Este. Detrás de ese anhelo, lo que estaba era un deseo de tranquilidad, de ese bienestar que la sociedad capitalista parecía servir en bandeja. Y si bien La luz que se apaga habla de esto en un tono por el que parece que fueron forzados a seguir a Occidente, también recuerda lo siguiente: mientras que el comunismo soviético fue impuesto, el liberalismo occidental fue sugerido. Países como aquellos del este de Europa verdaderamente confiaban en que el modo de vida del oeste estaba también hecho para ellos. Es natural, tendemos a pensar que lo que es bueno para otros lo será para nosotros también. Qué poco nos conocemos, qué poco se conocían muchos.

Las Relaciones Internacionales se comprenden mejor cuando hacemos de los Estados seres humanos. No son Estado sin su población, por lo que es natural que los sentimientos expliquen sus acciones. Cualquiera, tras años de grietas, se habría emocionado con una fisura algo grande que, de repente, quiso unirlo todo. Cualquier acto que conlleve “unión” emociona y arrastra a la masa: aunque fracasaría, lo hizo la Sociedad de Naciones en su día. Las Naciones Unidas lo hacen todavía hoy. Realmente, la caída del Muro habría ilusionado a cualquiera abatido por un siglo que, pese a los intentos, había sido todo fragmentación. No eran ilusos los ilusionados: eran humanos.

En la novela, ambos autores presentan un escalofriante testimonio que sirve para ilustrar esto: el de John Feffer. Este estadounidense, experto en Relaciones Internacionales, viajó en 1990 por Europa del Este y comprobó cómo sus habitantes esperaban, en poco tiempo, vivir como en las grandes capitales europeas: soñaban con una Europa unificada, en la que vivir en Budapest no distase de hacerlo en Londres. Ellos creyeron en el proyecto también. Pero entre toda aquella ambición, entre toda aquella ilusión, había miedo. Se habían acomodado a su manera socialista de vivir y, aunque la liberal era ciertamente tentadora, suponía salir de su “zona de confort”. De nuevo, muestra de lo humano, del temor a lo desconocido.

Entre tal espíritu unificador, era razonable depositar mucha confianza en el oeste. Cuando derribaron el Muro de Berlín, había dieciséis vallas fronterizas en todo el mundo. Ahora, hay cerca de setenta. Occidente quiso hacer de todos lo mismo, pero, curiosamente, es hoy Occidente uno de los extravagantes en la construcción de muros. Ese mundo igual, unido, que predicábamos, también a nosotros nos atemora. Y ahora, con miedo, parece que queremos dar marcha atrás y recalcar las diferencias. No extraña que triunfe el populismo: les hemos decepcionado. 

Desde un país occidental, pensemos ahora en lo que han tenido que sentir estos países: decepción por haber confiado tanto en un proyecto de patente ajena, decepción porque Occidente no era “la tierra prometida”. En parte, decepción también porque creyeron que aquello que para los otros había significado prosperidad, iba a encajar con su manera de vivir.

Cuando Moscú era el monstruo, los líderes de estas naciones reclamaban una tradición liberal. Ahora, descontentos con el mundo occidental, reivindican precisamente sus tradiciones para oponerse a él. Podría decirse que no saben lo que quieren. Al tratarse de países que, en muchos casos, han estado sometidos durante no cortos periodos de tiempo, podemos pensar que lo que ocurre es que, realmente, no saben cuál es su tradición, cuál es su verdadera identidad. Y, si bien Occidente se ha presentado como ejemplo de moralidad y respeto, lo que ha hecho no es más que dirigir un cambio que, en todo momento, ha supervisado. Han estado sometidos al que parecía ser un derecho de Occidente para medir qué tal se estaban amoldando a sus estándares. ¿Qué ha generado esto? Humillación en los imitadores, y un natural rechazo.  

Nos resulta muy fácil juzgar a los líderes. Tampoco nos es complicado juzgar a quien les sigue. El ejercicio que grita todo esto es el de comprender. Cuando sobre un delincuente nos dicen que la suya fue una infancia traumática, parece que, aunque sus actos sigan estando mal, podemos llegar a entenderlos. Esto resulta igual: he comprendido el paso de la ilusión, a la ambición, al miedo, a la frustración, a la vergüenza y a la venganza.  

Lo que resulta escalofriante es pensar: ¿qué pasa si Occidente está equivocado? En su modo de vida, en sus ideas, en sus estilos… en todo aquello que considera que es lo mejor para todos. Occidente no se lo ha planteado: ha partido de estar en lo cierto. No obstante, ¿qué le ha dado derecho a decidir lo que es correcto y lo que no? Detrás de esto hay una concepción de que uno es más sabio que el prójimo, un “es lo mejor para ti, ya me lo agradecerás”, que probablemente nunca le agradecerán. De nuevo, muestra de ello es el auge del populismo en estos países. 

“El modelo imitado se convierte en un obstáculo al reconocimiento y a la realización propios del imitador”, sostiene René Girard, filósofo. Tras haber pasado por la emoción de un nuevo comienzo y por la frustración de sentirse inferiores, lo que sufren ahora estas naciones, estas regiones, es vergüenza en muchos casos por, en cierto modo, haber traicionado a sus identidades. Vergüenza por la humillación sufrida. Pero como de la vergüenza a la rabia hay un paso, ha comenzado ahora la “contrarrevolución antiliberal”, que Krastev y Holmes sitúan en Hungría en su origen y que ahora se ha extendido y está representado por figuras como Orbán en el país ya mencionado, Andrej Babiš en la República Checa o Andrzej Duda en Polonia. Según ellos, el auge del populismo se debe a que el liberalismo se presentó como el único camino correcto. Por tanto, en mi opinión, no es más que Occidente quien ha tenido la culpa del crecimiento de estas ideologías. El ser humano necesita opciones y, cuando no las encuentra, lo más probable es que se rebele. No les hemos dejado decidir. Frente a esa pérdida de identidad que el adaptarse a Occidente supuso para muchas naciones, los populistas se presentaron y defendieron lo propio, sus tradiciones y su identidad nacional. También hoy, se presentan y defienden lo propio, sus tradiciones y su identidad nacional. Son “rebeldes” y, como en la vida,  en la política, la rebeldía es seducción.

"Somos Europa y no tenemos que cumplir las expectativas de la élite cansada y desilusionada de Bruselas. Hubo momentos en que creíamos que Europa era nuestro futuro, pero ahora sabemos que somos el futuro de Europa" 

Viktor Orbán


 Por Alessandra Pereira