Erotizando al chico bueno



Mientras escucho la canción “Chico malo” de Aissa (y me río mientras escribo esta frase), no puedo evitar pensar en el dicho, casi refrán, que defiende aquello de que “a las tías nos van los malos” (aplicado al usarse en las mujeres heterosexuales). Aunque sin fundamentos sólidos, parece estar avalado por una creencia general sorprendentemente arraigada en la sociedad. Seguida también de la ya habitual “los chicos buenos siempre son friendzoneados”.


Esta reflexión nace de la recolección de todas aquellas conversaciones que, tratando sobre amoríos, deseos y fantasías, siempre acababan convergiendo en el tópico del “chico malo”. Daba igual la deconstrucción de la persona, daba igual la teoría sobre la importancia de las relaciones saludables como arma contra el amor romántico tóxico… El agua del río acababa llegando al mismo lugar, por más presas que se le pusieran de por medio, con la mala suerte de que ese lugar era un abismo, haciendo del río una cascada.


No recuerdo a una persona que no haya admitido, en un momento u otro y con el regusto de la culpabilidad bajo el paladar, que en realidad también le gustaría experimentar una historia así. ¿De dónde nace ese deseo?, pienso cuando me choco con alguna de esas ensoñaciones verbales. ¿Cuánto tiene de verdad y cuánto de mito? ¿Por qué siquiera se fantasea con un tipo de relación así? Incluso cuando sabemos que no son dinámicas sanas, ¿hasta qué punto ese deseo no se limita a las historias románticas, precisamente porque consumidas en distintos formatos, llevan a la persona a desear vivencias parecidas?


Aprovechándome de distintos productos culturales masivos, trataré de estudiar la fórmula de este tipo concreto de protagonista masculino. Empezando por el exponente de chico malo español, Mario Casas (aunque Culebra, de Los protegidos también me hubiese valido), buscaré posibles respuestas a esas preguntas. Sí, toca hablar de A tres metros sobre el cielo. Veo necesario aclarar que me voy a centrar en los estereotipos que se emplean para crear personajes y parejas de distinto género, por lo que, en todo momento, me atendré (únicamente por este motivo) al vocabulario que corresponde a las películas de amor entre personas heterosexuales (historias claramente sobrerrepresentadas).


Hache (protagonista masculino) es sin duda el cliché a rajatabla: alto, tonificado, va en moto a todas partes, es un Don Juan, es misterioso, acoge el vacile como herramienta de seducción, tiene un pasado tortuoso... Es un individuo que parece llevar intrínseca en su existencia la promesa de una experiencia inolvidable, el juramento de una huida inminente de todas las responsabilidades que, en este caso, a la protagonista, Babi, le corresponden (motivos suficientes, parece, para olvidar lo mal que la trata).


¿Qué es lo que resulta atrayente en realidad? Me pregunto, ¿la figura de chico duro en sí o todas esas otras cualidades positivas que le rodean y que parecen haber sido vetadas para los “chicos buenos”?


¿Por qué no hiciste nada cuando me tiró a la piscina?”, le pregunta Babi a su expareja. El chico bueno en las películas románticas (también en esta) suele ser un novio formal con quien la protagonista lleva muchos años. A este tópico (cuya importancia reside en ser el contrincante del tipo duro) lo presentan como una persona seria, insulsa, rayano en lo aburrido y que trata “bien” a la protagonista. No bromea ni entiende el sarcasmo, es estirado, está obsesionado con el deber, los estudios o el trabajo, y siempre se adhiere a lo políticamente correcto (aunque en el fondo, no tiene honor). Podríamos decir que es la rutina hecha hombre, pero una estática y sin colores. No tiene ambiciones más allá de cumplir las reglas y mantener el esquema clásico de las fases de la vida: casarse, tener niños, envejecer y morir.


Todo esto me hace pensar que, en realidad, la fantasía como tal no gira en torno a ese supuesto de chico malo, sino a lo que este acaba representando en todas las películas, series y libros: la personificación del carpe diem. En su ADN -generalizando- las normas parecen no tener cabida. Promete con su presencia una vida llena de aventuras, una rutina basada en la intensidad emocional y pasional, un mundo al margen del gris de las oficinas y de los uniformes. Por pura repetición, se ha terminado asociando todo esto al arquetipo del que hablamos, asumiendo que tales sensaciones solo, en exclusiva, pueden encontrarse con el chico malo. En realidad, no nos gusta tanto él como nos gusta lo que las películas dicen que solo él puede darnos, nos gusta fantasear sobre ese chute de intensidad que parece únicamente posible con el rebelde del barrio, esa conexión indestructible. Al final, este tipo de cuento resulta una versión moderna de la Cenicienta: todas esperamos -según nos dicta la sociedad- ser rescatadas por un príncipe azul (villano) de nuestra tediosa vida para ser felices. 


Es interesante observar que poco a poco esta tendencia parece redimirse. Están apareciendo tímidamente nuevos roles masculinos que cargan en sí esas cualidades positivas sentimentales, pero sin los malos tratos ni el chantaje emocional. Siguiendo con la línea de la cultura de masas, algunos ejemplos podrían ser Connell, de Normal People, u Otis, de Sex Education. Si el prototipo de Hache es en las películas la personificación del carpe diem mientras que su rival, el chico bueno, la personificación de las obligaciones, este actual e incipiente intento por crear personajes masculinos más diversos trata de mezclar el aura del primero con una vida rutinaria amable. El día a día deja de presentarse como una pérdida de tiempo ante la ineludible muerte y estos nuevos protagonistas, más humanos y reales, en lugar de demonizar la rutina, marcándola como enemiga a batir, la acaban transformando en un espacio seguro de intimidad y aceptación. No se percibe el deseo de huir de la vida mundana para aprovechar la propia vida, sino de abrazarla con esa persona a tu lado: el presente también se disfruta sin grandes pretensiones de por medio.


Si bien es cierto que, a medida que vamos creciendo, esa fantasía que con quince años era categórica se va disuadiendo. Sin embargo, teniendo en cuenta que nos nutrimos (lo queramos o no) de esa clase de productos, de esa clase de historias, de esa clase de promesas… por mucho que todas y todos crezcamos, la semilla ya ha sido plantada y despedirse completamente del carpe diem, incluso en los pensamientos que sabemos que no pasarán de la fantasía, no siempre se hace de forma eficaz. Primero es importante desligar nuestra felicidad de la tenencia de relaciones románticas y, para continuar, creo vital mantener este nuevo comienzo de historia de amor (ligada al nuevo tipo de protagonista masculino), para que adolescentes de quince años, en el caso de soñar despiertos sobre esto (que, asumámoslo, se va a seguir fantaseando), no lo hagan con un chico cuyas actitudes tóxicas sean blanqueadas por ese aura de trágico misterio, y sí con una persona que les escuche sin juzgarles y que les quiera bien. Erotizando el buen trato y siendo capaces de distinguir qué clase de amor debería dejar de venderse como sueño, cuando desde el principio solo fue una pesadilla. 


María B. Lario