Un cambio de marca no siempre es valiente. Cuando el Partido Popular abandona Génova, se rinde: quiere admitir que todos los males que arrastraba se debían a las coordenadas de su sede. Para cualquiera, un disparate. Para ellos, una esperanza.
“Cambiaremos la sede nacional del Partido Popular de ubicación, pues considero que no debemos seguir en un edificio cuya reforma se está investigando esta misma semana en los tribunales”. Podemos imaginarnos el momento de proposición de la idea. Al creativo, alguien le diría que qué se le pasa por la cabeza. Muchos se reirían, quizás: ¿cómo nos vamos a ir de Génova? A esta pregunta, le sucedería una explicación y alguien asumiría el plan como brillante. ¿Por qué mudarnos? Porque así, y solo así, la gente nos verá como un partido renovado. Bingo: eso es lo que estábamos haciendo mal. Porque sí, puede que el impedimento para seguir fuese el dinero, pero Pablo Casado, en sus declaraciones, lo ha dado a entender como “chapa y pintura”. Quizás hubiesen quedado mejor diciendo que el problema era el precio.
Si nos paramos a analizar la decisión, surgen varias cosas que nos deberían preocupar. Por una parte, parece haber un convencimiento de que los ciudadanos verán este Partido Popular, con los mismos actores, como renovado. Como si cambiando el plató no pudiésemos reconocer a los presentadores. Pero lo cierto es que, más allá de un trastorno para los periodistas, que durante años se seguirán refiriendo al partido azul hablando de la clásica ubicación, o de un entretenimiento para los vecinos de la zona, a los ciudadanos no nos importa el edificio en el que trabajen. Los seguiremos reconociendo como “los de Génova” y abrazaremos la nueva sede como si nada hubiese pasado. El problema que Casado no ha advertido es que a la ciudadanía no le preocupa que la reforma de Génova esté bajo investigación. Lo que nos importa es que alguna reforma esté en investigación: sea en la calle que sea. El problema lo encontramos en los actores. ¿El escenario? Tanto nos da.
Por otra parte, algo pasa si, antes de renovar a quien ensucia, se cambia el lugar. Difícilmente puede uno creerse que esta era la mejor opción para el lavado de cara, pero, desde luego, parece haber sido la más fácil. Al fin y al cabo, nos distraerá durante varios meses: titulares sobre la nueva calle, el nuevo edificio, el nuevo balcón. Para qué mentir: una manipulación a los ciudadanos, para que pensemos que, efectivamente, hay aires de cambio. Y esto debería cabrearnos.
Finalmente, podemos buscarle la clave de humor y pensar en quién o qué ocupará todas esas salas, testigos de tantos años de historia azul. Quizás lo más realista sea imaginarse un edificio de oficinas, pero no es atrevido soñar con una terraza de El Corte Inglés Gourmet en el balcón en el que Aznar celebraba y Mariano Rajoy botaba. Ana Botella quizás hubiese preferido aquel escenario para su famoso café con leche.
Lo innegable, sin embargo, es que leeremos más sobre esto último que sobre todo lo anterior. Los indignados se cansarán en un par de semanas, pero escucharemos sobre el futuro de la sede durante muchas más. Cederemos. Porque somos conscientes de que nos están manipulando, pero permitiremos que las nuevas oficinas sean tema de tantas y tantas tertulias. Las disfrutaremos, de hecho, cuando quizás lo más normal es que nos mostrásemos cabreados. Cabreados porque el cambio de sede nos asume ingenuos y demuestra que no se está actuando correctamente contra la corrupción. Salas y salones nuevos se llenarán de los mismos. Se sentarán allí en su primera reunión, respirando calmados: “ya no somos el partido que éramos”. Cuando llegue el primer problema, sin embargo, alguno se preguntará cómo, mientras pasea por los nuevos despachos. Volverá todo a lo que inicialmente era: para ellos, una esperanza; para cualquiera, un disparate. Ni el propio edificio ha lamentado su despido.