No callas, Madrid


Ilustración: Curro Suárez

En el Madrid de Sabina, las niñas ya no querían ser princesas y los niños perseguían el mar dentro de un vaso de ginebra. La muerte viajaba en ambulancias blancas. Podía ser la capital de hoy. Pero el fugitivo que siempre regresaba ya teme hacerlo. 
 
Allá por septiembre, veíamos con frecuencia a la presidenta de la Comunidad de Madrid, ojeras en mano y nervios en el cuerpo. Una ciudad lo es por sus personas; por tanto, es persona también. Las ojeras y los nervios eran también los de Madrid: acostumbrada a brillar, no daba crédito de su caída. La capital se enfrentaba a un nuevo curso temerosa por no poder ofrecer todo lo que le mantenía viva: su cultura, sus tapas, su noche. Temerosa, por qué no, por no poder cumplir las expectativas de quien allí llegaba. O de quien allí estaba. 
 
Por aquel entonces, sus compañeros, sus compañeras, se habían pasado con ella: no sus gobiernos, sino su gente. Hicieron de su gentilicio un insulto y la acusaron de irresponsable. Pero España, ¡qué manía de reprochar! De repente, todo el mundo sabía. Y no era el momento: era momento de consolar, tender la mano y ayudar, en su lugar. Madrid ha abierto sus brazos tanto como ha podido — tanto como le han dejado — a lo largo de los años.
 
Allá por septiembre, todo el que estaba en Madrid creía tener los días de libertad contados. Tarde o temprano, la situación se parecería a la del estado de alarma de marzo o abril: en casa. Pero, ahora, en las calles se nota que algo ha cambiado: Madrid ya no se ve como víctima, sino como superviviente.
 
Así, dos meses después, lo que se presagiaba tan malo no lo ha sido. Los bares de Chamberí rebosan ambiente cada sábado noche y El Retiro recibe a cientos cada domingo dispuestos a disfrutar de la hora del vermú en su hierba. Mientras otras comunidades parecen revivir la primavera pasada, la capital sigue su vida, como ajena a la pandemia.
 
Pongamos a Galicia como ejemplo: sus siete grandes ciudades padecen restricciones más fuertes que las de Madrid. No están permitidas las reuniones de personas no convivientes, la hostelería no puede subir sus verjas y el deporte colectivo no es cosa de este otoño. Entrar a valorar la efectividad de unas u otras medidas es territorio de expertos; sin embargo, a un nivel social, me pregunto: Madrid, ¿cómo puedes seguir con tu vida frenética? Si miras a tu alrededor, ¿no te da vergüenza?
 
Entendámonos: que la economía de sectores como la cultura o la hostelería pueda seguir latiendo son buenas noticias. Pero entendámonos también: todo el que haya paseado por uno de los barrios castizos de la ciudad habrá visto las terrazas como mundos ajenos al virus. Sí, seis en cada mesa, pero de nada vale eso si la mascarilla no hace nunca acto de presencia y el de la mesa número uno le puede dar una palmada en la espalda al de la dos sin esfuerzo. No es generalizar, es no ser ingenuos; hay calles enteras que parecen competir por el mejor ambiente. ¿Excepciones? Alguna habrá, pero no equilibran la balanza. La culpa no la tienen los hosteleros: la tenemos los que vamos, jugamos con su negocio en lugar de apoyarlo respetuosamente y hacemos que su sector parezca el que más descaradamente desafía la pandemia. Muestra de que la culpa no la tienen los bares la tenemos, sin ir más lejos, en la calle: tiradas en el suelo, colillas tan pegadas que delatan a quien no se alejó del compañero para fumarse su descanso.
 
Lo más desconcertante, no obstante, es no ver solidaridad. No la hubo en el norte con el sur: mientras los primeros consolaban en cañas el verano que se escapaba, los barrios del sur de Madrid se veían obligados a frenar su ritmo. Ahora, si bien Madrid parece remar más junta, se ha olvidado del resto de España. Esto no apunta a los madrileños: extremeños, gallegos o catalanes deben creerse listos porque, cuando todo el mundo pensaba que sufrirían más la pandemia en la capital, resulta que ni la notan. Cómo puede uno incumplir las normas sin pensar que, no muy lejos, muchas familias sufren el tener las persianas bajadas. No quedaba sitio para nadie en el Madrid de Sabina; hoy, sigue sin haberlo.
 
Estamos metiendo a todos en el mismo saco, dirán algunos. Sin duda. Pero una ciudad se define en sus calles y, las de este noviembre, no están siendo ejemplares. Ni en las puertas de las escuelas, siquiera. Los pobres, los ricos, los humildes y los pijos hacen de Madrid la ciudad altanera y campechana que es. Pero hoy, a esos calificativos se suma un no tan romántico “irresponsable”. En el Madrid del cantautor, los pájaros visitaban al psiquiatra. No me extraña: ¿cómo se verá desde el vuelo lo que desde el suelo es un sinsentido?  Las estrellas, no obstante, no se han olvidado de salir.

Por Alessandra Pereira Hermida