Títeres y batas blancas


Hace algo más de una semana vi la película de Despertares (muy recomendable, por cierto): un film de Penny Marshall, que refleja nada más y nada menos que la experiencia de un neurólogo con 20 pacientes de encefalitis letárgica (una enfermedad neurológica bastante atípica que causó una epidemia a principios del siglo XX y cuyas secuelas en los pacientes que pudieron sobrevivir a ella se limitaron a dejarlos en un estado de semiinconsciencia). Además de reflejar muy fielmente lo que supusieron esas secuelas en las personas, la película se centra en el papel del doctor Sayer, un neurólogo norteamericano que decide comenzar a tratar con L-DOPA a un grupo de 20 pacientes con esa encefalitis. Pues bien, para su sorpresa, ese fármaco en un primer momento tuvo efectos muy positivos para ellos y les hizo “despertar” de aquel estado de catatonia en el que llevaban algunos décadas inmersos. Lo triste de toda esta historia es que muchos de esos pacientes volvieron a ese estado vegetativo después de tomar la L-DOPA y otros quedaron con secuelas severas. Pero más allá de toda esta retahíla de datos, el doctor Sayer en esta película no trata a sus pacientes como si fueran estos ratones de laboratorio. No es de esos médicos a los que se les olvida que aquellos sujetos tienen nombre, apellidos y una vida llena de batallas a la espalda, sino que los convierte en los protagonistas de ese bonito “despertar”. Se vuelve un cómplice de esa contienda. Más allá de referirse a ellos como las enfermedades que tenían (algo muy práctico pero no muy humanizador), les miraba como a iguales y se convertía en otro camarada más de la guerra contra el sufrimiento. En otras palabras, transformaba la medicina en un acto de amor en el que médico y paciente hablaban el mismo idioma.En este mundo de los efectos placebos y de los médicos amables, me gustaría lanzar una pregunta a aquel que me esté leyendo. ¿Qué pensarías si te digo que el teatro y la medicina no están tan alejados? Algunos autores denominan “psicodrama” a esa inclusión del teatro en el abordaje psicológico de los pacientes, pero desgraciadamente no es un término que esté a la orden del día en las consultas de nuestros centros médicos actuales. Algo tan emocionante como asistir a una obra de guiñol, o incluso que los propios títeres interactúen con los pacientes son asuntos poco frecuentes, pero no inexistentes.

Es frecuente pensar que esto de que médico y paciente hablen la misma lengua sea algo ñoño e innecesario, porque lo verdaderamente importante es “la buena praxis”; el administrar bien un fármaco o el hacer las preguntas oportunas. Además, ¿a quién le importa esa relación cercana entre ambos si lo importante de aquí es solucionar nuestros problemas? Pues bien, más allá del cariño que pueda recibir un paciente por parte de un galeno al que medianamente le satisfaga su trabajo, ese trato cercano puede actuar como un “efecto placebo”. Se entiende como efecto placebo a aquel efecto que genera un resultado positivo sin poseer propiedades por sí mismo que causen mejora alguna. En este caso, el que un sanitario transmita cercanía y confianza puede hacer que un paciente confíe más en él y no solo eso, sino también en las indicaciones que este le da para su propio beneficio. Por lo que esa empatía no cura por sí misma, pero hace de puente para que todo fluya mejor. 

Los títeres, según su definición, son muñecos de cualquier material a través de los que actores u otros intérpretes ejecutan representaciones dotándolos así de “vida”. Es decir, que en este caso, son los propios sanitarios los que toman ese papel de actores y los pacientes, de su público. Las primeras aplicaciones de estos títeres en consultas médicas rondan la mitad del siglo XX y comienzos del XXI, o al menos esa franja histórica es la que está actualmente documentada. Han sido de lo más útil dentro de este mundo médico, en el ámbito educativo. Por ejemplo, se ha decidido en algunas ocasiones que impartir talleres sobre temas como el riesgo del consumo de tabaco en jóvenes u otros temas relacionados con la promoción de la salud como medidas de higiene ante ciertas epidemias contagiosas, puede llegar mejor si se hace a través de un pequeño teatro. Esto puede ser porque en lugar de aprenderlo a través de un triste Power Point o con la clásica pizarra llena de palabras inconexas, son unos entretenidos personajes los que hacen más fácil el que el mensaje no se olvide nunca y no solo eso, sino que el público pueda ver que aquello que se intenta transmitir está presente en el mundo en él que vive.

Otro importante uso de estos títeres no está tan relacionado con el aprendizaje, sino más con ese acercamiento al paciente sobre el que hemos reflexionado antes. Porque en el momento en el que aparecen estos títeres entre el paciente y sus sanitarios, se le pierde el miedo al abismo que siempre parece que los ha separado. Se ha visto en niños cómo algunos de estos entablan pequeños vínculos afectivos con esos títeres y de cuánto han ayudado esas tiernas uniones a que estos puedan sobrellevar mejor situaciones complejas para ellos. De estas, algunos ejemplos pueden ser el estrés antes de entrar en una sala de quirófano, un tratamiento quimioterápico o incluso la amputación de algún miembro.

Esa confianza que puede depositar un niño en el títere que le habla no solo le ayuda a él, sino también a los propios facultativos en cuanto a redactar una buena entrevista clínica con una profundidad que quizá sin aquellos muñecos sería difícil de alcanzar. Porque en el fondo esos pequeños pacientes sienten que está genial confiar en un muñeco que se muestra tan cariñoso al acogerles y que les hace olvidarse por un momento el hecho de que hayan ido al médico. Ya que el títere, como no pertenece a ese amenazante grupo de batas blancas, se convierte en un objeto inocuo para cualquier temor que pueda tener el pequeño paciente. Un ejemplo que llegó a mis oídos fue la historia de una niña de 5 años de la que se sospechaba en su centro de salud que su padre abusaba sexualmente de ella. Pues bien, en una de esas ocasiones, su doctora decidió ponerse su manopla y se olvidó por un momento de su “rol de médico” para encarnarse en la doctora Pomadita, un gracioso personaje que llevaba al igual que ella una bata blanca. Tras un largo rato intercambiando roles con la pequeña (dejando que ella llevara la bata blanca de la doctora Pomadita), confesó lo que todo el mundo en aquel ambulatorio se temía. Y no fue gracias a la propia facultativa, sino a la doctora Pomadita como no podía ser de otra forma, ¿no?

De nuevo, podríamos hablar de un poderoso placebo que puede facilitar bastante esa unión médico-paciente y por tanto, proporcionar una buena adherencia a las indicaciones sanitarias. 

Alejándonos de las situaciones más tristes en las que puedan verse implicados estos curiosos personajes, siempre se ha dicho que la risa es quizás una de las mejores terapias que ayudan a sobrellevar ciertos contextos. Pues bien, otro de los aspectos en los que pueden ser beneficiosas estas marionetas es en el usar el humor como puente y vía de escape, sobre todo en niños. El títere se convierte en un cómplice más de un duro trance, ajeno de nuevo a esa idea infantil de lo temerarios que pueden ser los médicos. 

Sin embargo, a pesar de que se hayan podido utilizar esos títeres en algunos centros de salud u hospitales y se haya demostrado lo positivo que resulta el psicodrama en los pacientes, no existen muchos estudios al respecto. Aún así, se desconoce cómo podría incluirse la enseñanza del manejo de estas marionetas en la propia formación de los sanitarios.

Aunando toda esta amalgama de ideas sobre títeres y doctores-actores, me gustaría sacar una pequeña conclusión: se puede dar con el perfecto diagnóstico. Se puede acertar con el tratamiento perfecto o incluso llegar a curar a casi todo aquel que se pone de por medio. Lo realmente difícil de encontrar, es que un sanitario ame tanto su trabajo como para esforzarse en buscar la forma en que sus pacientes sientan paz en sus manos y ahí, se sientan ellos mismos. No otro títere más.

A fin de cuentas, todo es mejor cuando hay amor y esfuerzo en aquello que se hace. Y si es con la doctora Pomadita, ya ni os cuento.



Por Clara Luján Gómez