Para mi sorpresa, no
tardaron en llegar las respuestas. Aquella misma semana yo tenía clase de
Filosofía Antigua en la universidad. El profesor habló de cómo la idea
generalizada del paso del mito al logos era algo equivocada. Nos relató
detalladamente la forma en que, en aquellos tiempos, se entrelazaron ambas
formas de describir la realidad. “No será hasta mucho después que la filosofía
se separará por completo del relato mítico”, nos decía. Fue en este momento
cuando pronunció las mismas palabras que en mí habían creado tantas incógnitas.
“¿Creían los griegos en sus mitos?”
El profesor nos explicó que no exactamente. Para los griegos
de aquellos tiempos la religión era de estado, lo que quiere decir que solo
conocían las razones de los ritos los sacerdotes y los iniciados. Por otro
lado, estaban los ciudadanos comunes, que conocían la religión a través de los
mitos que las madres y cuidadoras les habían enseñado desde su nacimiento. Se
dice que los griegos aprendían a hablar gracias a los mitos que oían cuando
eran bebés.
Estos mitos eran explicaciones que hacían los griegos
partiendo de lo visible para explicar lo invisible. Es decir, que, por medio de
la forma de entender la realidad terrenal, creaban una metáfora para explicar
la realidad divina. Tomando el ejemplo de la genealogía, que era una práctica
habitual en el mito, se puede explicar este hecho. La genealogía consistía en
describir el mundo como si fuera un gran árbol genealógico. Los griegos
explicaban que primero estaba Caos que representaba lo que su mismo nombre
indica. De él nacieron Urano, titán que personificaba el cielo, y Gea, la
tierra. Y más tarde llegarían Cronos, que mató a Urano, y sus hijos Zeus,
Poseidón y Hades, los cuales representaban el rayo, el mar y el inframundo. De
esta forma explicaban los griegos el universo. No obstante, sus dioses eran
inmortales. No podían ser padres unos de otros ni nacer en un momento
determinado, puesto que eran eternos y siempre lo habían sido.
Entonces, ¿cuál era el propósito de todo esto? Lo más
sensato sería no pronunciar sentencias sobre lo desconocido, pensaría cualquier
habitante del siglo XXI. Sin embargo, todo era distinto entonces. La metáfora
era el instrumento más preciado, a falta de técnica y método. ¿Qué hace la
metáfora? Nos podríamos quedar pensando si esta figura que aún está presente en
nuestros días desvirtúa la realidad, o la describe tal y cómo es. Aún hoy
decimos que el universo está formado por unos átomos con un núcleo alrededor
del cual giran unas partículas llamadas electrones. ¿Giran en realidad los
electrones? ¿Hay un vacío entre los átomos? ¿Realmente son redondas las
partículas tal y cómo las representamos? Esto nos da una idea de que la
metáfora persiste, a pesar de haber sido denostada en el ámbito
científico.
Apolo y Dafne. Bernini. Museo Borghese.
|
¿O queda, en realidad, algo en lo aún podamos apoyarnos? No
parece sensato confiar en ella, pero la metáfora sigue siendo algo en lo que
debemos cimentar lo que sabemos. La metáfora nos ayuda a conocer y nos quita
poco a poco el velo que impide conocer la realidad. Es peligrosa cuando queda
fijada en nosotros y perdemos de vista su condición, pero es de extrema
necesidad. Nietzsche decía que las palabras son metáforas que hemos olvidado
que lo eran. Puede que todo nuestro conocimiento esté sustentado sobre
metáforas, pero, si no olvidamos que lo son, estas metáforas nos guiarán en el
camino.
Es un juego constante, del que a veces alguno prefiere no
despertar. Lo más fácil es caer en la comodidad de la creencia ciega en la
metáfora. No culpo a nadie de ello. El mito es bello. Aún así, y después de
todo, podemos decir que no. No todos ellos creían en sus mitos.