Sorpresa: Eres un bicho


Por Ethel Sainz de Vicuña


Una mañana te despiertas y, sorpresa: eres un bicho. Tu mente sigue siendo tuya, pero te sientes raro y no sabes exactamente qué es. Piensas como siempre has pensado, y hablas como siempre has hablado, pero sabes que algo no va bien. Confías en que todo sea producto de tu imaginación y dificilmente te levantas de tu cama. Sales de tu habitación, ves la cara de temor en los miembros de tu familia y ahí es cuando te das cuenta de que ya no eres tú, o sí y ellos no te reconocen, o no y tu existencia solo es posible si los demás la afirman, o sí y la identidad reside en la mente y no en la apariencia, o no, o sí, o no... No entiendes nada. 

Esto es lo que le ocurrió a Gregorio Samsa en La metamorfosis de Kafka, que, lejos de ser una historia de fantasía en la que una persona se convierte en un monstruo y debe descubrir cómo volver a ser normal, pretende ser una historia mucho más cercana, un reflejo de la realidad en la que un día te puedes despertar y ver que la sociedad te ha despojado de todo aquello que te hace humano, sin dejarte otra opción que la de aceptar tu nueva condición de ser mientras los demás colaboran en ese hacerte sentir un bicho raro. 

Claramente, en nuestra realidad no literaria no nos convertimos en un bicho físicamente, toda la metamorfosis de la que Kafka habla se produce en nuestra mente: día a día, sin que te des cuenta, la sociedad es capaz de reducir tu existencia a mínimos que no son capaz de saciarte y que te hacen sentir menos humano. Caes en una rutina mecánica de la que no tienes fuerzas para huir porque sientes que así es como debe ser y que perteneces a ella. Pasan los días y te das cuenta de que estás dejando de ser tú, y de que solo cuando duermes encerrado en tu cuarto puedes olvidarte de esa amarga sensación que te produce el frío mecanicismo. Poco a poco te vas apagando, dejas de ser tú y vas construyendo tu propia crisálida de la que a lo mejor nunca logras salir totalmente.

Kafka se dio cuenta de que el poder que tiene la sociedad sobre un mero individuo es inmenso, y es capaz de hacerte sentir asfixiado, olvidado, echado a un lado y con ganas de comunicarte sin ser escuchado por nadie. Y quieres luchar de alguna forma, pero no puedes, no tienes fuerza. Si había algo que te hacía recordar tu verdadera identidad, ese algo se va desvaneciendo ante la incapacidad de comprender lo que está ocurriendo: porque si todos te despojan de tu humanidad, tú mismo empiezas a dudar de ella. Este es el látigo que la sociedad usa sin escrúpulos sobre nuestras espaldas, látigo que a cada golpe abre una herida que lleva el nombre de "culpa", porque sentirás que ha sido culpa tuya el hecho de que hayas dejado que esta situación se te escurra de las manos.

Pero Kafka no se dio cuenta solo de eso, su intención no era simplemente hablarnos del triste (y no único) caso de Gregorio Samsa. No buscaba solo denunciar con pluma y  tinta esta situación de poder y de tortura psicológica, ni aventurar la irremediable llegada de la mortal crisálida: durante esas páginas de confusión y de búsqueda de respuestas, te das cuenta de que la identidad humana siempre está ligada a algo, siempre va a haber algo que te haga darle un sentido a todo, en el caso de Gregorio Samsa cuando, al escuchar a su hermana tocando el violín, redescubre el lazo que le unía a la humanidad y, en un instante efímero, fue capaz de acordarse de que, en algún momento, de su vida fue humano.

Todos somos en cierto grado un bichillo acurrucado en la esquina de una habitación oscura, desorientado y sin respuestas, pero todos somos capaces de romper esta crisálida que asemeja una vida entre rejas, todos tenemos nuestro medio de salvación y de retorno; el de Gregorio era la música, ¿cuál es el tuyo?