Todo acontecimiento importante se
lleva bien con la comida. Empezando por los bautizos o por los funerales ̶ en algunas sociedades y culturas estos
últimos son todo un festival gastronómico de tartas y empanadas ̶ hasta las premières de cine, las inauguraciones,
las entregas de premios, también los cumpleaños, casi todos los eventos se
celebran, dependiendo del presupuesto (a veces haciendo sobreesfuerzos)
alrededor de una comida, de una cena o de un cocktail, que en castellano también se llama aperitivo, tentempié,
refrigerio o directamente vino español, en su versión oficial. La diplomacia y
el saber hacer bien recurren a ello. Las firmas de tratados y las cumbres
internacionales, las visitas de Estado y las recepciones en todos los palacios
culminan en banquete y brindis de soft
power.
También las amistades, por ejemplo, se
reencuentran así, con o sin mantel, en torno a una mesa o una barra, en una
terraza o tras un cristal un mediodía de otoño después de largo tiempo sin
verse. A veces, en esos momentos la realidad se contrae, las horas pasan y el tiempo
se suspende en una sobremesa. Se relatan anécdotas comunes y no comunes con la
mayor vehemencia, se reconstruyen los caminos, se afianzan los puentes. A los
halagos sinceros se responde con pullas o aguijones y de vez en cuando hasta
puede que uno tenga la suerte de que le regalen algún recuerdo traído de un
viaje. El futuro se inventa y se desea. Es fácil en esas circunstancias pasar
de los planes a los hechos consumados, del picante de los tacos al genio de
Beethoven. Hay quien incluso se emociona al oír hablar con sinceridad del arte
y de la música y también a quien le sobran pañuelos de papel para el consuelo;
quien defiende a ultranza los agravios a la ética y observa el mundo con los
clásicos. Quien toma posición sobre los participantes de un reality y se queja de que la edición
pasada fue mejor, quien indaga sobre la vida de los otros sin jamás llegar al
chismorreo, quien con memoria aguarda en una vida paralela. Quien simplemente
habla de la vida cotidiana y del precio de existir.
Una sobremesa es siempre un
exceso lícito, el desbordamiento de un acto limitado, tan accidental como
previsible. Toda sobremesa señala un final, la conclusión y cierre de un
proceso. Quizás por eso al levantarnos de la mesa, al salir de la casa o del
restaurante a la calle, casi siempre sintamos la plenitud algo triste de lo
efímero, aunque con convencimiento acabemos por decir: ʽqué bien lo hemos
pasadoʼ.