Por Rafa Cotarelo.
El olor de un perfume impregnado en el dorso de una
mano. En la distancia una ciudad sujeta por tres pilares de la historia y la
visión de un monte cuyas tumbas reviven el espíritu de Sefarad, la agudeza de
una observación, la banalidad de tantos comentarios; el perfil de la felicidad
ante el recuerdo de unas fotografías que había que revelar. La comodidad de un
silencio, esa duda causada por la timidez y las ganas de agradar. La calma de
unos ojos, el tacto, el frío interrumpido, la naturaleza en suspense. Lugares de una conversación, de un tono concreto, entornos de circunstancia creados
por un movimiento sutil o un pensamiento. Hay muchos, en todas partes -un pasillo o una cafetería, una biblioteca, una casa en
el campo, metrópolis y países enteros-, pero acaso los Jardines del Palacio de La Granja
sean uno de esos espacios de la imaginación y la memoria tan reales como la
hierba y el viento, como cualquier animal; tan ciertos como la preocupación, la
angustia, el sufrimiento, la fascinación, como la alegría o el cariño, como la sensibilidad de un
oído musical.
Uno atraviesa las primeras puertas del recinto
preguntándose a cuántos les fue dado ese privilegio, a cuántos se les negó
injustamente hace no tanto, cuántos podrán disfrutar de una entrada así y en
tales condiciones. Se avanza después por una pendiente admirando unos cuatro o
cinco árboles de cien, doscientos, trescientos años, altísimos, pintados en
esta ocasión con la nitidez del aire suave que deja la lluvia cuando acaba de
pasar. Más adelante las esfinges y el palacio, su fachada de ventanas y contraventanas blancas, sus balcones, un tejado de
pizarra, agujas y buhardillas, un edificio tan francés, tan universal en
espíritu que cabría esperarse, transportado por algún impulso, girar la cabeza
y ver allí mismo discurrir las aguas del Sena. Y al fin los jardines, expresión
de la inteligencia del ser humano en la tierra, una oda a la mesura, a la
armonía y al orden. Es otoño, pero incluso las hojas caídas son amontonadas con
moderación, el seto más insignificante es podado con distinción y buen gusto.
Un lugar para la estabilidad razonable o para el desarrollo de la filantropía.
También -hay
que buscarlo-
para el placer del hedonismo, para desatar la emoción contenida, con bosquejos,
cuevas y escondites, pequeños lugares de lo salvaje inundados de charcos,
barro, troncos olvidados y ramas en descomposición. Pero hasta ese desorden de
la espontaneidad aparece como una desviación reprimible, pronto controlada,
porque enseguida cualquier apertura reconduce a un camino, y este a una avenida
de tierra o grava y todo de nuevo a la civilización.
El sol en su última media hora, a lo sumo cuarenta y
cinco minutos para que la luz desaparezca. Una luz que todavía permite
contemplar el cerco de montañas bajas que parece vencerse sobre un lago. El
reflejo distorsionado de tantos de árboles sobre la superficie pausada, sus
colores mezclados con algunas motas de nieve a finales de noviembre. Hay una
explicación científica, pero esas partículas de luz en equilibrio,
momentáneamente vivas un viernes por la tarde, extienden un rumor más allá del
conocimiento. Silencioso, durable, en las afueras del tiempo -sin pasado, sin futuro, rozando el presente universal- un instante de levedad sustituye a la materia y un
estado de ternura, de plenitud gratuitas golpea la existencia. No hay objetivo,
no hay meta, no cabe su búsqueda. Deambular, vagar inventando cuentos e
historias, ver correr a los infantes, suponer amantes a los reyes antiguos, a
los dioses con forma humana. Atribuirles todos los pecados y virtudes, nuestras
diversiones, nuestras obstinaciones y anhelos, presenciar las
luchas más encarnizadas -el
Bien y el Mal a vida o muerte-,
cambiar un poco este mundo, frivolizar, calibrar medio en broma medio en serio
la idea de pasar la noche allí o en cualquier parte. Nada que no cuenten las
figuras, las estatuas y todas esas fuentes repartidas. Nada que no esté
inventado ya. La historia y el poder, la incertidumbre, el vino y su colindante
risa, la sensualidad, el deseo, la belleza. La profundidad, la ligereza, un
resquicio de verdad, el mecanismo che
move il sole e l´altre stelle. Todo en ciento cuarenta y seis hectáreas.