Ficción
El Café de Flore de París en 1949, por Robert Doisneau |
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en el salón abandonado y ver la puerta del altillo abierta. Como cuando en las
películas y a veces de verdad alguien tiene que salir espantado y recoge sus
cosas más valiosas en una maleta que al cerrarse deja fuera la manga de un
jersey. Lo mismo que cuando Napoleón invadió Rusia y el mariscal Mijaíl Kutúzov
ordenó prender Moscú y hasta el último palmo su pisada tierra. Cuando tantos
corrieron a embarcarse en una travesía más allá del océano. En Sefarad aún
conservan una llave. Claro, cómo no cerrar la puerta de mi casa, cómo no pensar
en proteger nuestras ventanas, aunque el mundo entero se hunda, acaso haya
quien vuelva a ver los días azules. Nadie recuerda nunca en cambio cerrar los
armarios. Y eso que son la reserva más profunda de toda propiedad, albergan lo
personal y cotidiano y también lo que se olvida sin desprenderse, un día
alguien se descubrirá haciendo memoria. Pero poco importa eso cuando dentro ya
no hay nada y la puerta sólo oculta un vacío, tú bien lo sabes.
Precisamente
tú, que cuentas que me escribes sin apuntes. Supongo que no te sorprenderá
saber que la gente te menciona, que tus libros, como antes, volvieron a publicarse.
Sabrás que tu nombre y tu palabra adornan los discursos institucionales, que es
difícil encontrar un curso de filosofía o de historia sin tu testimonio testado
y que una amiga mía de las de siempre, tú la conoces, hasta se emociona leyendo
tus relatos y tus biografías. Hubo un tiempo en que lo pasaste bien, te
divertías. Observabas en silencio el ruido, competías por crear la expresión
más bella, pugnabas por un buen comentario. Confiabas ̶ créeme cuando te digo que sospecho que aún
confías ̶ en el progreso y en la
estabilidad porque era imposible pensar algo distinto. Imagino tu impresión al
conocer al jefe de la barba negra, cuyo sueño al fin y al cabo se cumplió o no
exactamente, o a esos elefantes de las cafeterías. Luego viniste a París. Aún
me río al pensar (jamás olvidaré la anécdota) en lo que te pasó con ese
escultor tan famoso, se concentró tanto que olvidó que te tenía detrás… ¡después
de haberte invitado él mismo a entrar en su estudio! «Pardon, monsieur», te
dijo, y lo único que se te ocurrió en respuesta fue estrecharle la mano, aunque
hubieras preferido besársela. En verdad tuviste suerte de que te convidaran a
aquella comida. «Los grandes hombres son siempre los más amables», me espetaste.
Por
entonces yo había vuelto de aquel viaje tan extraño, acababa de conocer a
Victoria en Barcelona y decidí pasar las vacaciones en la costa. Fue un verano
espléndido, con sus atardeceres de acantilado, las siestas encima de la colcha
con zapatos y ese queso tan fuerte que tanto gustaba en mi familia y que tú nunca
probaste. Recuerdo que te escribí quejándome de que las hortensias estaban muy
pequeñas y de que su color era como de muerto. Años después volvió a pasar y
Victoria descubrió que los vecinos echaban algo en la tierra para que se marchitaran.
Aún conserva sus rizos y la expresión equidistante de grande dame, tal vez te acuerdes. Todavía hoy, cuando comemos en
algún restaurán o vamos por la calle, muchos hombres ̶ también mujeres ̶ no pueden evitar mirarla de reojo. Noto incluso
cómo alguno que otro enrojece si por casualidad o intencionadamente ella le
devuelve la mirada. Sigue teniendo ganas de ir a todos las celebraciones,
aunque ya casi no se enfada cuando no recibe alguna invitación. Como ya no
trabaja tanto como antes ̶ solo traduce por
entretenimiento ̶ ha vuelto a tocar el
piano. Por las tardes, cuando vuelvo de la universidad y salgo del ascensor, aguanto
unos segundos en el descansillo antes de abrir la puerta y entrar en casa. A
veces espero un poco más, y entonces me entra la fatiga de estar de pie y me
siento en las escaleras apoyando un hombro contra los balaustres de la
barandilla. Igual que le ocurría a Glen Gould con Bach, ahora ella solo es
capaz de interpretar piezas de Beethoven. Imagínate la Sonata para Piano número
tal, pongamos que es la diecisiete, atravesando el pasillo, colándose por todas
las rendijas, pasando delante de mí (inmóvil para no hacer crujir la madera),
bajando sinuosa por las escaleras. Ahora que he vivido gran parte de lo que
siempre quise, qué más podría pedir. Y sin embargo no es esto, no sé si quería
esto.
Después las cosas se pusieron feas y el mundo
se volvió loco de tanta euforia. La alegría se convirtió en violencia y la
violencia en un odio que duró cerca de treinta años y que tú, tan puro y tan
ingenuo, no pudiste resistir. Llegaron las mudanzas que atacaban tus nervios y
ese desasosiego ante el derrumbe. Únicamente lograba saber de ti por los
recortes de la prensa libre que anotaba alguna de tus conferencias. También Michel
me contaba alguna cosa que había oído o preguntado a gente de la Resistencia recién
lanzada en algún punto ajeno a mis informaciones. Una vez en Brasil, perdimos
el contacto. No volví a saber de ti hasta que os encontraron. Es curioso que tu
último acto de voluntad sucediera en un lugar con nombre griego.
Victoria
dice que debería retirarme, que estoy hecho un viejo, que ya no entiendo
la mitad de las cosas de las que hablan en los informativos. Quizás tenga
razón, ella ha sido siempre tan realista. Confieso que cada día me es más
difícil comprender cómo piensan mis alumnos, cómo funciona la economía, ya ni siquiera voy a las reuniones del Partido.
Hay
sin embargo, amigo mío, una cosa en la que no puedo dejar de pensar. Al
principio era algo intermitente, aparecía al acostarme o al ver una fotografía;
ahora me ronda casi sin interrupción, en medio de una clase, cuando cojo un
taxi o simplemente al lavarme las manos, ya sabes que la mente es impredecible.
Te hablo de una sensación, de un presentimiento, algo así como un conocimiento metafísico
del fin. Desde muy niño me he preguntado, ya lo sabes, como tantos otros, como
tú, qué hacemos aquí, para qué hemos venido. Qué sentido tienen todas las
contradicciones y cada sufrimiento. Sigo sin respuesta. Acaso nunca haya tenido
menos certezas que ahora mientras me levanto a mirar por el balcón. Toda mi
vida dedicada a encontrar la verdad, o al menos una verdad, y al final nada. Ninguna religión, ninguna corriente de
filosofía me ha convencido. Por supuesto que las hay más
persuasivas, pero no hay una sola que pueda decirse perfecta vista desde fuera, a todo se
le puede poner pegas. Hemos vivido tanto, tú y yo y el resto, que casi nadie
nos echará en falta. A ti algo más, al principio, ahora, después y al final
nada. Hemos disfrutado.
Pero
todo pasa como pasa ese autobús que hace unos segundos veía aquí debajo y ahora
dobla la esquina. El frío me hace bien en la cara. Dentro de cien o ciento
cincuenta, mil años, el mundo será tan distinto y tan similar, la pena seguirá
siendo pena y la alegría alegría, habrá víctimas y victimarios, la tecnología
habrá evolucionado, la gente seguirá creyendo en algo. Debería cerrar la
ventana, Victoria me recordará el gasto inútil de la calefacción cuando llegue.
Qué guapa estaba esta mañana. Aquel día y un viaje, quién lo iba a decir. Dios,
cuánto la he querido. Claro que tú fuiste mucho más valiente, preferiste
conservar tu dignidad, ejerciste tu derecho a ser libre. Yo en cambio mantengo
una responsabilidad. Algún día alguien vaciará este piso. Un armario. Una responsabilidad, sí. Pero cuál, a estas alturas. En el fondo sabes como yo que podría desaparecer
sin dejar huella, tal vez al menos una marca en su memoria. Qué duro he sido
siempre con Victoria, confío en que logre perdonarme. Se enfadará, dirá que ya
no podemos permitirnos derrochar sin causa de este modo. Pero qué paciencia
tiene. El miedo. Debiste de sentir miedo, yo lo tengo. No, estoy tranquilo, no
soy como ese poeta del que hablo a mis alumnos, yo ya lo he dicho todo. Hoy no
hay viento, menos mal que ha dejado de llover. Las cinco y media y ya es de
noche. La Sonata y yo sentado ahí fuera. Bach, su Concierto para dos pianos. Por
qué lo hiciste, si tan solo hubieras esperado un par de años, a lo sumo tres.
Pero cuánto tiempo es ese tan lejos, tan ajeno a todo y tan abandonado. Lo
siento. Qué eterna puede ser la muerte de una idea. Qué fugacidad la que cabe en un
segundo de duda. Qué decisión sin retorno, pero qué haces.
A Stefan Zweig