El amor prohibido de los astros

Por Ethel Sainz de Vicuña



Se podría decir que todo comenzó con una gran explosión.
"Algo" siguió un plan en el que, no se sabe ni por qué ni cómo, todo acabó en un lugar determinado del universo, que duró lo que dura un eterno instante. Así, en el universo se fueron configurando grandes familias azarosas, formadas por planetas, estrellas que iluminaban su rotación, y otros astros.
De esta infinidad de familias, hay una que destaca por la historia de amor tan famosa que tiene, que llega hasta a los rincones más oscuros de los agujeros negros: una historia de amor frustrado y prohibido entre la luna y el sol, atraídos por la gravedad de ambos, pero a la vez inmovilizados por esta misma.
He empezado este cuento diciendo que se podría decir que todo comenzó con una gran explosión; pues esta historia de amor no fue muy diferente: cuando el Sol vio a su amada Luna por primera vez, sus rayos brillaron más que nunca. Fue un amor a primera rotación. Todas las caras de la Luna le gustaban, cada una le hacía arder en mayor potencia.
La Luna se enamoró de él en el mismo momento: sintió que cada uno de sus cráteres se sonrojaba con la mirada de esta estrella que, estando a unos 150 millones de kilometros alejada de ella, la sentía tan cerca como si sus rayos la besaran con una ternura que quemaba.
Pero no podían estar juntos: el Sol tenía que trabajar contínuamente-en el universo no hay ni días ni horas- y tenía que dar luz y calor a todos los habitantes de este sistema. Puede que su trabajo no le gustara, y que fuera agotador, pero no podía permitir que esta familia muriera si se tomaba un día libre.
De todas formas, no podría haberse acercado a ella aun así, quiero decir, ¿un amor entre una estrella y un satélite? Es una locura, y ambos lo sabían: el momento en el que el Sol se acercara a la Luna, esta se desintegraría. Pero en el fondo a la Luna no le importaba: relacionar el amor con la muerte le daba vida.Y si la vida se reduce a eternos instantes, no habría instante más duradero que el milisegundo en el que pudiera estar con el Sol a sol-as.
Pero el universo, aunque posiblemente azaroso, no funciona así, y está sujeto a unas reglas que ninguno entendemos.
 La Luna, a su vez, también tenía que trabajar: su gravedad y la de la Tierra estaban entrelazadas, y debía darla cobijo y vigilarla.La Tierra también quería a la Luna, pero era diferente, era un amor tóxico: se había acostumbrado a tenerla girando siempre alrededor de ella. Pero la Tierra, al observar cómo su fiel guardiana sufría ante este amor imposible, sintió pena por ella, y comprendió la diferencia entre un amor forzado, y un amor real. Expectante ante aquel vacile entre dos enamorados, prometió cerrar un día sus ojos: cada muchos años, llenos de incertidumbre e impaciencia, en un eclipse, los protagonistas de esta dualidad amorosa poco fortuita, conseguirían verse cara a cara, y estar unos segundos mirándose mutuamente: a los rayos de sus petañas, y a los cráteres de sus pupilas. Y aunque fueran solo unos segundos, esos segundos bastaban.
Y así continúan nuestros tiernos protagonistas, jóvenes enamorados incapaces de olvidar este amor no gravitacional. Un amor que no supera las leyes del universo, porque hay cosas contra las que no se pueden luchar, pero un amor que no se rindió.
No es una historia feliz: después de esos eclipses tan embriagadores, el Sol comprende mejor que nunca el significado de soledad, que perdura hasta que puede tener otros segundos con su enamorada. La Luna es incapaz de no enloquecer por amor, y llega incluso a sentirse una lunática: pero el amor de por sí es una locura, y el calor de su amado le llega aunque no esté cerca. La Tierra a veces llora, le duele pensar que su amor con la Luna era un amor injusto, nunca quiso hacerla daño e impedirle ser feliz, pero cuando cierra los ojos durante ese eclipse, se da cuenta de que su amor hacia ella no va a desaparecer nunca. Y la Luna es consciente de esto, por eso, a veces deja caer pequeñas partículas suyas sobre los habitantes de la Tierra para formar en ellos pequeñas constelaciones a las que llamamos lunares; así, la Luna agradece a la Tierra su sacrificio, y la Tierra se lo agradece reflejándola en los océanos, para que sea capaz de admirar su belleza, y de darse cuenta de que, en ella, reflejan los rayos del Sol.
Esto no es una historia de amor. Es una historia de sacrificios, de perdición, de dolor y de pasión. Una pasión que, incapaz de superar las leyes impuestas, no se resigna a quedarse quieta. Porque ese instante parece eterno, pero terminará como empezó todo: con una explosión.