El apagón



Son las once de la mañana en un mes de marzo cualquiera a principios del siglo XXI y se ha ido 
la luz de mi calle por una tormenta eléctrica.
Me encuentro en casa, a oscuras y a dos velas (literalmente)
Adiós televisión, adiós serie de Netflix, adiós wifi.
Espero que no se me descongele la merluza del congelador.
Me asomo a la ventana y veo la peluquería de abajo también a oscuras, sin embargo, por la luz 
de la mañana puedo diferenciar a las señoras con los papeles de aluminio en la cabeza tras el 
escaparate. La peluquera sale, se desentiende, coge el mechero y enciende un cigarro.
Me invade una sensación, como si la vida se hubiese parado en esta calle de Madrid y no sé muy bien qué hacer. Quizás sea una buena ocasión para empezar el libro que está empezando a 
coger polvo en mi mesilla de noche.
Ya son las dos de la tarde y sigo con esta sensación de vacío porque se ha ido la luz, me agobia el silencio que se ha formado, solo se escuchan las gotas de lluvia y a algún coche lejano al 
pasar, y no dejo de pensar: “solo se ha ido la luz, no se ha parado el mundo, cálmate y busca 
alguna distracción.”
Creo que si algún hacker se hubiese hecho con el control de toda la red de internet mundial
estaría histérica subiéndome por las paredes sin poder ver qué opina Twitter de todo esto, ahí sí 
que se me pararía un trozo de vida.
Sigo dándole vueltas a la idea, me imagino el día en el que la tecnología nos consuma tanto que 
las nuevas generaciones no sepan diferenciar su cuerpo biológico del virtual, el día en el que las
tecnologías mejoren las capacidades humanas tanto a nivel psicológico como intelectual. Aunque seguramente en ese supuesto la seguridad cibernética habrá mejorado de tal manera que sea
absolutamente imposible que un hacker se haga con todo internet.
Y vuelvo a la realidad, y recuerdo el rayo que se ha llevado la electricidad por delante y ha
paralizado mi rutina, se me hace inevitable imaginar el posible tsunami o terremoto que se llevará por delante el escenario futurista que acabo de crear.
Inevitablemente, vienen a mi cabeza las consecuencias del cambio climático que ya
experimentamos, como el calor en invierno o que en la radio digan cada año que ese es el más
caluroso de la historia desde que se tienen registros. El trastorno de los animales y plantas por
las altas temperaturas y las lluvias inconstantes que no les dejan diferenciar las estaciones y
amenaza con su muerte si no son capaces de readaptarse. La desertización y sequía, o en su
ausencia, las inundaciones, por las lluvias concentradas que se vuelven más violentas y dañinas que las comunes. No hablemos de los terremotos, ya habituales en Estados Unidos o Chile, o de
la famosa subida del nivel del mar, esa que en los últimos 20 años ha crecido al doble de
velocidad que los pasados 100 años por el deshielo de los polos, y todo ello, debido al cambio
climático que nosotros mismos provocamos.
Tonta de mí que se preocupaba por un hacker. Ojalá los movimientos ecologistas ganen la partida por una vez, y si no, porfis que no duela mucho que la Tierra nos devore.
A esta altura de la película ya se me hace inevitable pensar en el orden natural de las cosas, en
cómo toda la vida en la Tierra encajaba como un puzle y en cómo el ser humano se empeñó en
tomar las riendas.
Qué finita es la grandeza construida por el ser humano y qué ignorante puede llegar a ser al
pensar que puede jugar a ser Dios sin atenerse a las consecuencias, desafiando a la Madre
Naturaleza en su propio juego.
Ahora ya en mi agonía solo deseo irme a esa vida pasada en la que fui india americana y hacía
pócimas de hierbas que todo lo curaban y hacía rituales dándole las gracias a los cielos.

¡BIT! Las tres de la tarde y la luz ha vuelto, me voy que me quedan 10 minutos de episodio en
Netflix.