Una amiga especial

Por Rafa Cotarelo.



No es que piense mucho en ella. Mentiría si dijera lo contrario. Solo a veces. Casi siempre a partir de un detalle o una casualidad, igual que ocurre con muchos de los pensamientos que nos sobrevienen a lo largo del día, brotan con la más aparente ligereza, crecen después y acaban por convertirse en eslabones de una cadena cuyo rastro poco a poco desaparece, al final queda una única idea, la que de repente conseguimos atrapar cuando nos damos cuenta de nuestra deriva. Uno se sorprende entonces, si prueba a mirar hacia atrás y a desandar el camino (‛por qué estaba yo pensando en esto’), de lo absurdas y endebles que en apariencia son las conexiones o del azar que rige sus puentes. La recuerdo, eso sin excepción, si por algún motivo paso cerca de su casa, no lejos de Plaza de España, más cerca todavía de Rosales. Me habría gustado verla llegar hasta aquel paseo, fue una pena que hiciera tanto frío. No lo sé, puede que tampoco a mí me apeteciera salir.

Soy incapaz de asegurar cuándo fue la última vez que realmente nos vimos. Tengo la impresión de que hubo otra más tarde de la que de hecho me figuro, pero es tan solo una idea, más un presentimiento, y en todo caso poco importa, el que para mí fue el último día con suerte será el que logre retener, por fortuna la realidad no siempre influye en estas cosas. Era viernes, seguro, eso es fácil; siempre nos veíamos un viernes. En el ambiente cargado de su salón, con las ventanas atrancadas y la calefacción al máximo, en un silencio casi cerrado —creo que ni siquiera había un reloj, cuyo sonar sin duda habría aliviado esa mezcla de vacío y pesadez—, le conté que tenía dos entradas para ir al teatro aquel fin de semana. Con una amiga. Me deseó suerte.

Sí puedo decir, en cambio, cómo nos conocimos. Nos presentaron. O asignaron, más precisamente. Fuimos adjudicados el uno al otro, administrativamente emparejados. Nunca más he vuelto a tener contacto con la asociación de voluntarios, salvo cuando me llamaron para decirme que no acudiera más. Quizás debería retomar ese contacto, ahora que ha transcurrido algo de tiempo, porque hacen un hermoso trabajo. Y útil. Hay pocas cosas útiles.

Había nacido en Madrid, demasiado tiempo atrás, en uno de esos palacetes de finales del siglo XIX que hoy en día se han reutilizado como sedes de fundaciones, bancos o grandes empresas en general. Su madre formaba allí parte del servicio. Los dueños siempre la trataron bien, con cariño. Una mujer muy trabajadora, como lo fue su padre. Los tres vivían en un diminuto bajo en la calle Sandoval, entre las de Fuencarral y San Bernardo. De aquella época —no pasaría de los cuatro o cinco años— recordaba cómo su madre tiraba de ella hasta llegar a un piso de la paralela calle Carranza en el que una joven maestra se hacía cargo de ella y de otras niñas durante algunas horas. En el camino solía tropezar —contaba, riéndose— porque con la mano que no utilizaba para sujetarse a su madre arrastraba una sillita hecha de madera y mimbre (aquí gesticulaba con las manos de forma brillante, verdaderamente uno veía la silla y con poco esfuerzo hasta la pintaba, me la imagino roja, no sé por qué), la que utilizaba después en clase, que por entonces debía de pesar lo mismo o poco más que ella. Todos los días. Así pasó la República y al fin también la Guerra. Nuestra guerra, la que todavía nos duele más que ninguna otra, también —a veces más— a quienes nunca la vivimos. Y aun así nos atrevemos. Claro que me interesé por aquello, pero en su casa estaban demasiado ocupados trabajando. Nunca escuchó hablar de política. Nunca me habló de política.

Ignoro qué les sucedió exactamente a los propietarios del palacete, pero su madre hubo de encontrar otro trabajo. Costurera o algo parecido. Ya se me ha olvidado, ni siquiera estoy seguro de que esto último ocurriera. Sí de que murió al poco tiempo, prematuramente. Y no lo digo de la manera en que se suele decir —casi todo el mundo muere demasiado pronto para alguien, y normalmente también para uno mismo, supongo que a cualquier edad, es difícil renunciar a la idea de que la existencia podría haberse prolongado, aunque fuera de manera breve, un poquito más, nunca sobran cosas por hacer o decir o aclarar, si no otras que añadir o apostillar, por si acaso; asimilar que un día alguien estaba y al segundo ya no, da aún más terror pensarlo en futuro—. Su madre nunca debió morir tan joven ni siendo ella tan pequeña. A partir de entonces se quedaron solos ella y su padre, él viudo y ella huérfana. Nunca dudó de que aquel fuera un buen hombre, pero no mucho tiempo después él se casó con otra mujer y la convivencia se hizo complicada.

Un verano Eva Perón visitó España. Cómo olvidarlo, con lo guapa que era, tan radiante. Traía consigo varias cosas: cereales, carne enlatada, moral. Y millones, muchos millones. Creció y en cuanto pudo buscó una manera de ganarse la vida. La consiguió. España empezaba a andar de nuevo y ella logró un empleo en Galerías Preciados. Me la imagino parecida a una de esas dependientas o telefonistas de las series, solo que estas son actrices, claro, reproducciones de quienes sí estuvieron o trabajaron allí, de las que usaban esos vestidos a diario y llevaban el pelo así cortado todo el tiempo, se pintaban los labios de ese modo y calzaban aquellos zapatos. ‛Soy muy vieja y he vivido mucho’, decía. ‛Yo era muy bailonga, me encantaba moverme, no paraba. Podía andar hasta Manuel Becerra o Cuatro Caminos y apenas me cansaba. Era lo mejor, más que de cualquier otra cosa disfrutaba de caminar, de pasear durante horas, de estar todo el día en la calle. Ahora ya no sirvo para nada y encima lo sé.’ No es sencillo mirar de frente a quien esto dice convencido y con evidente razón, hay cosas que por flagrantes resultan incontestables, y en situaciones como esta uno termina por responder improvisadamente de la mejor manera para cambiar de tema cuanto antes. Cabe a su vez guardar silencio, callar y asentir impotente con una sonrisa triste, intentar transmitir algo de empatía en la resignación, a sabiendas de que nada de lo que se diga o haga aliviará el peso de la verdad. Dependiendo del día yo tomaba una de estas dos posibilidades.

Nunca se casó. Desconozco por completo esa parte de su vida porque jamás la mencionó. Tampoco pregunté, me daba vergüenza y sobre todo miedo. Sí tenía familia, en cualquier caso, unos sobrinos (de aquel segundo matrimonio de su padre nació una niña, hermanastra suya por tanto, bastante menor que ella), ya mayores y estos sí con hijos y creo que también nietos. No eran pocos y los quería a todos. La llamaban a menudo, de hecho más de una o de dos veces respondió y habló con ellos mientras estaba yo delante. Hasta un día coincidí con alguna.

En ocasiones —las menos— me llamaba para decirme que ese viernes no fuera porque tenía previsto recibir la visita de alguien o porque planeaba salir con sus sobrinos a Miraflores durante el fin de semana. Lo habitual, sin embargo, era que lo hiciera porque se encontraba mal y muy cansada, y entonces se disculpaba incontables veces, al mismo tiempo que me pedía (por favor) que no dudara siquiera de sus ganas de verme. Repetía constantemente cosas como: ‛Yo estoy muy a gusto contigo, pero tú te aburres, claro que te aburres, qué haces aquí con una vieja, con lo bueno que hace’. Si nada extraño sucedía, la semana siguiente yo llegaba puntual a nuestra cita y las cosas volvían a la normalidad. Fue en uno de esos intervalos cuando me llamaron de la asociación. Me dijeron que ella les había comunicado su decisión de darse de baja de los emparejamientos y que por eso yo ya no iría más a visitarla. No tenía que preocuparme, nada había de raro en que algo así ocurriera, pasaba bastante a menudo, de hecho, la gente mayor es así, se cansan. Nada que ver, por tanto, con ningún tipo de queja o malestar. Había que entender las cosas de ese modo.

Hace poco decidí ir a visitarla por sorpresa, sin avisar. Fue una pulsión súbita, repentina. Había pasado más de un año sin tener noticias de ella y se me ocurrió que nos alegraría volver a vernos. Fuera del programa y sin intermediarios. Era una mañana bonita de mayo o junio. No hacía frío. Cuando entré en su portal el conserje no me reconoció. Hube de explicarle quién era, quizás usted me ubique, venía a su casa todas las semanasClaro, sí, ya me acuerdoFue rápido. Tuve ganas de cerrar los ojos y morderme los dedos con fuerza, como cuando uno espera recibir una colleja o un golpe o más bien un balonazo de pequeño, la misma sensación fría se tiene al comprender lo que vendrá en el segundo siguiente, es imparable, ya está, no hay nada que hacer y no se puede evitar, aquí estoy y de algún modo lo sabía. El hombre subió la mirada y abrió la boca, su tono ahora algo más suave: ‛la señora murió hace unos meses, la pobre, estaba ya muy malita’.

Casi siempre permanezco ausente si me acuerdo de ella, los ojos fijos en un punto, abiertos. Poco a poco consigo reconstruir su salón, la luz tenue y amarilla. Me cuesta dibujármela sentada, y eso que así pasaba la mayor parte del tiempo; lo primero que me viene es su imagen de pie, con ese andar asombrosamente lento de pasitos cortos, incesantes, me parecía imposible que alguien pudiera llegar así a lado alguno, avanzar hasta cualquier punto, por cercano que fuera. Me apena sobre todo no poder rescatar su cara, lo que en la actualidad me presento es una forma de cabeza más o menos plausible y el peinado; nada recuerdo en cambio de sus ojos y mucho menos de su nariz o su boca. Inquieta pensar que quien en su día tuvimos enfrente y tocamos está hoy más cerca de ser una idea a duras penas sostenida en la nada, a lo sumo una anécdota concentrada en tres caras de folio.

No tenía pensado escribir esto. No todavía. Cierto es que estando delante de ella me tentó la idea de tomar notas de cuanto relataba en directo (no lo hice), por si acaso, tan interesante me pareció una vida como la suya, pero no era ni mucho menos mi intención hace dos días enredarme de esta forma. Ya dije que no pienso tanto en ella. Supongo que esta semana lo hice por un detalle o una casualidad. Tal vez pasé cerca de su casa o me acordé de la obra de teatro. Hubo una llamada posterior a la de la asociación. No sé de quién partió la iniciativa o en resumen quién dio el último paso. Hablamos. Me dijo prácticamente lo mismo que ya sabía. Después añadió: ‛Ya sabes dónde estoy, aunque sea yo muy mayor y tú muy joven, aquí tienes una amiga, avísame si me necesitas’.