El jinete perdido en la bruma


Siempre he sentido fascinación por uno de los pensadores que, en mi humilde opinión, ha marcado un antes y un después en la historia de la filosofía: Platón. Platón dejó como herencia distintas teorías entre las cuales se encuentra la alegoría del carro alado. El pensador empleó este mito para explicar la composición y el funcionamiento del alma de los individuos de la sociedad. En ella explicaba cómo el alma posee tres componentes que están en constante movimiento: dos majestuosos caballos y el domador de las fuerzas de estos equinos, aquel que permite que el carro se mueva por un camino cuyo destino él mismo no conoce. Esto es una simbología que emplea el pensador pero, ¿qué representa? ¿Qué encarnan cada uno de esos elementos que son esenciales para que el conjunto avance al unísono en una misma dirección?

Los caballos son ese perfecto binomio que coexiste en nuestras vidas, el bien y el mal. Sin embargo, este dualismo no hay que verlo desde una concepción moralista. Si así fuera, se acabaría rechazando a una de las partes, acabaríamos con una de las energías, y no se conseguiría mover el carro. Entonces, ¿qué es este yin yang, que son estos componentes opuestos pero complementarios? El bien es el valor, la voluntad ... y el mal es el placer, el desorden...

Toda esta amalgama de explosión de elementos, en la que cada uno cumple su función, es controlada por el jinete, que es el punto de tensión, es la razón y la sabiduría del individuo. Por tanto, el jinete es cada uno de nosotros. Somos nosotros los que, con nuestra experiencia y aprendizaje, manejamos las riendas e intentamos que ese brío que posee el caballo malo no nos lleve al caos y nos arrastre dejando atrás todo el esfuerzo, todo aquello que habíamos avanzando.

Cogiendo esta teoría, permítanme ampliarla a los partidos políticos: nosotros como seres gregarios buscamos conformar manadas de carros alados, buscamos la inclusión en colectivos con los que compartimos, entre otras cosas, cultos a una corriente económica, a filosofías que puede que prioricen los valores colectivos o los individuales. Gracias a esas afinidades, esa manada conforma una superestructura con propia alma, un nuevo carro que posee un jinete (los distintos miembros, en este caso, de un partido político) y dos caballos (las fuerzas que impulsan a ese colectivo). Dichos caballos representan, así mismo, dos impetuosas y complejas fuerzas. El equino bueno es la cooperación, la colaboración, y el malo es la fricción, la confrontación. Ambas imprescindibles para lograr ese verdadero diálogo, esa relación viva entre partidos que tanto debería caracterizar a la democracia. Por consiguiente, a raíz de este esquema, ¿qué sucede, en la realidad, cuando esta nueva superestructura alada, este partido, se encuentra con otro carro alado, con otro partido?

Actualmente, podría decirse que los jinetes de los carros deciden chocarse con el propósito final de lograr la destrucción del otro. Se comportan como dos ciervos machos en la berrea, en la época de apareamiento. Buscan enfrentarse hasta que uno es el ganador y consiguen a la hembra que anhelaban poseer a toda costa, al electorado. Esto supone que el jinete de cada carro (las personas de cada partido) ha decidido llevarse por la fuerza del caballo malo, por el barato placer de la escalada de confrontación. Ha decidido dejar atrás al caballo bueno, a la ardua cooperación. Ha decidido abandonar el equilibrio en cuyo seno se encontraba esa argumentación que enriquecía a ambos partidos. Por tanto, actualmente, se ha decidido abandonar el arte político basado en la dicotomía de la cooperación y la confrontación. Los jinetes de cada carro han decidido convertir al otro carro en el enemigo a batir.  Ahora, … esta creación de ecosistemas en las que el contrario se convierte en tu adversario a aniquilar, ¿qué supone? ¿Qué supone la teoría del enemigo común?

Para ilustrar estas cuestiones se realizó un experimento conocido como la Cueva de los Ladrones: Se dividió a veintidós niños en dos grupos y se les sometió a distintas fases. En la primera se forjó una unión entre los componentes de cada equipo. En la segunda se conocieron ambos grupos y participaron en competiciones en los que se fue desarrollando una escalada de fricción que desembocó, tras tan sólo seis días, en la finalización de esta etapa. Con ello se buscaba demostrar y se demostró que entre grupos el instinto de convertir al otro colectivo en el enemigo era real, era algo que podía potenciarse y que estaba latente entre ellos. Esto es, pues, lo que actualmente, está sucediendo en política: se han atascado en esta fase, en esta pintoresca competición, en la que han visto que el premio es el poder y sólo uno de ellos lo podrá alcanzar. No obstante, ¿pueden colaborar ambos grupos? ¿Existe otra forma de hacer política, que no consista en rendirse ante la sola fuerza del caballo malo, ante el erotismo de la discrepancia? ¿Se puede cooperar?

Esta cuestión se quiso valorar en el estudio anteriormente citado. Para ello, los investigadores realizaron una última fase. En ella se indicó a los niños que había un problema de agua potable y que para solucionarlo era inevitable colaborar entre ellos. Gracias a ello se consiguió que cooperaran hasta la finalización del estudio. Entonces, ¿qué sería en la política “ese problema de agua potable” que haría que los jinetes optaran por el equilibrio, por el sano arte del diálogo? La aparente utopía del bien común.

Habría que plantearse que la política no es una ardua competición entre carros en los que sólo uno es el vencedor. La política debe ser la búsqueda dinámica del binomio entre el caballo bueno, la cooperación, y el caballo malo, la confrontación; ya que, si no, no se acabarán destruyendo los carros sino el bienestar de la sociedad. Por tanto, debería replantearse esta nueva política y decidir cooperar, avanzar JUNTOS, hacia metas que satisfagan a la sociedad, hacia ese ansiado bien común, motivo y fin último de nuestra amada democracia.

Dejo también unos links para mayor profundización de la alegoría del carro alado y del experimento de la cueva de los ladrones.

Por Ana Fernández Bejarano