En verano


Por Rafa Cotarelo. 
Estos días me ha dado por escuchar, entre otros tipos de música, la banda sonora de una conocidísima película francesa. Especialmente por la tarde, cuando la luz que va cayendo y los campos sembrados de maíz y las vías del tren que puedo ver a lo lejos detrás de dos palmeras y un limonero crean un sueño casi colonial. Con la música, que tan pronto sigo y tarareo como dejo sonar de fondo, empiezan a surgir los pensamientos. Y luego pienso. Pienso, por ejemplo, en el pobre profesor Mathieu, vigilante y músico fracasado, y en su vida, de la que tan poco sabemos porque nadie nos la ha contado ni nos la podrá contar. Pienso en su portafolios de cuero y en sus hojas con pentagramas ya impresos que a pesar de su fracaso había comprado y llevaba consigo; pienso, pero es una simple suposición, porque ni siquiera eso se nos ha concedido saber, en que quizás él hubiera preferido otra ocupación distinta para fracasar, no la suya, nadie le ha preguntado ni le preguntará. 
Y entre suposiciones inútiles la canción cambia y ahora es otra del mismo álbum la que suena. Me distraigo, canturreo un poco y muevo la vista hacia un pequeño prado en el que hay una ermita blanca y dos personas (están lejos, pero distingo lo suficiente como para saber que son hombre y mujer) jugando con un perro pastor negro. A veces el perro sale corriendo y desaparece de mi campo de visión (lo solucionaría levantándome de la silla y mirando entre los troncos de las palmeras, cada verano están más anchos y las palmeras más altas) y entonces sólo quedan las personas, pero para cuando quiero imaginar lo que entre ellas se dicen o cuentan pasa el tren, únicamente dos vagones, o uno y la locomotora, y vuelvo a distraerme. Quién usará esas vías y para qué, a estas alturas, seguramente saldrían buenas fotos en ellas, con algún toque artístico, yo las he hecho alguna vez. No sé en qué estaba pensando. 
Supongo (otra vez una suposición) que para eso está el verano, para divagar y olvidarse, para abandonarse al pensamiento con placer y sin prisa, para  inventar conversaciones ajenas o hacerlo a medias, para pensar en ahora y en lo que no es ahora. También, si se tiene el privilegio de poder hacerlo, para viajar y ver mundo —con qué facilidad hacemos lo que jamás fue accesible más que para unos pocos, y siempre con riesgo y mucho esfuerzo— para estar con la familia y disfrutar con los amigos,  o para disfrutar con la familia y estar con los amigos, tanto da y todo cabe. Y, por qué no, para salir y darlo todo con más ganas que en cualquier otro momento del año, o para hacer deporte y comer helados y mojar el pan en el aceite de una ración de pulpo hasta que lo del deporte no sirva más que para la paz mental o directamente para nada. Para la música antigua y para ir sin pijama, para los momentos de felicidad y las tardes de incendio, para contemplar y para no hacer nada o para hacerlo todo; para arriesgarse. Para eso, y para muchas cosas más, alguien, supongo, inventó el verano.